
Baterías minúsculas y un accesorio ¿para
su colocación en un aparato interceptor de comunicaciones?
MADE IN CESID
El 10 de Julio de 1997 fue uno de
esos días en los que todo cambia de golpe. Lo que era un verano más,
dejó de serlo de repente.
La liberación de Ortega Lara por la
Guardia Civil produjo una alegría a nivel nacional. Parecía que por fin
desaparecía el estado de sufrimiento continuo de la sociedad española.
Mi representación en nombre de la Universidad Politécnica de Madrid al
año de su secuestro en la cárcel de Logroño me hacía sentirme un poco
más feliz que la media. Sin embargo, lo que ocurrió a continuación hizo
que mi indignación fuera muy superior a la media, que de por sí fue de
un gran nivel de dolor para el país.
Esta es la historia de un día en que
todo cambió para una sociedad y para un sólo ciudadano. O incluso
también a alguien más de un ciudadano corriente y a una historia
personal.
Era el comienzo de la tarde cuando
recibí una llamada para salir a tomar café. Sin nada mejor que hacer, me
subí al coche y salí de casa. A los pocos segundos de encarar la avenida
de Valdepastores, el destino se presentó en forma de un Nissan Micra
rojo. No era la primera vez que ese cambio de sentido no podía
realizarlo por el bloqueo de un coche demasiado asomado a la avenida.
Pero eran fechas recientes en las que salía en las noticias aquella
calle a la que me veía obligado a proseguir. María García García, de
Totana, Murcia, vivía en esa calle. Su nombre artístico: Bárbara Rey.
La curiosidad me hizo disminuir la
velocidad. Avanzaría hasta la amplia curva más adelante para dar la
vuelta de manera cómoda. Y, de paso, aprovecharía para observar ese
portal tan especial, el numero 15 de la Calle Isla Cristina.
Es una calle tranquila, en una bonita
tarde de Julio. Los niños jugaban, alguien paseaba a un perro y un padre
y su hijo daban una vuelta montados juntos en una moto de trial. Pero
algo no encajaba en esa idílica estampa. Y ese algo no estaba muy lejos
del numero 15.

Matrícula del vehículo
ocupado por el equipo de respaldo de la operación. Estos robaron las
cámaras al intrépido periodista aficionado.
Era una furgoneta blanca. Una Ford
Transit blanca, subida en la acera del mismo lado de la calle. Matricula
M-1046-JW o M-1047-JW no recuerdo ese número último, aunque quedó
apuntado en ese momento en una hoja de papel. 2 operarios estaban
trabajando en una especie de fosa de conexión telefónica y uno estaba al
volante. Aquel hombre no estaba tranquilo. De cara ancha, bigote poblado
pelirrojo y marcada papada. Miraba de reojo, intentando disimular. Se le
notaba algo. Y aquella furgoneta, no era de telefónica. ¿Teléfonos
Matias? telefono 630 .. .. .. (era antes de los prefijos 91
obligatorios, correspondiente a la sierra de Madrid). Letras
fosforescentes pegadas en el lateral, muy nuevas. Monos azules
impolutos, muy nuevos. Operarios muy poco estropeados por el trabajo a
la intemperie... Aquello no encajaba...
Hacía unos días que en diferentes
programas televisivos, Bárbara Rey denunciaba el robo de objetos de su
casa, incluidas unas cintas de video. Además, unos detectives habían
descubierto que los interfonos de su casa tenían los micrófonos
modificados, de manera que registraban y “retransmitían” supuestamente
todo lo que se hablaba en la casa. Los detectives desarticularon ese
sistema. Si esto era así, quienes escuchaban estaban a oscuras hacía
unos días, y precisaban recuperar su canal de información. Todo
encajaba.
Mis estudios de ingeniería de Minas
los compaginé con la pasión por las letras, la comunicación y la verdad.
Mis años de amistad con el periodista Santy Arriazu inculcaron la sangre
periodística que tanto complementa a la curiosidad. Así que con todo ese
coctel de ingredientes, regresé a casa, tomé un par de cámaras
fotográficas, me enfundé el casco y me dirigí a lomos de mi Honda XR400R
hacia ese mismo lugar. Escondida en la manga de la chaqueta de cuero,
sobresalía una pequeña cámara apoyada en el manillar. Circulando por la
misma calle y en dirección a ellos disparé unas cuantas instantáneas.
Aprovechando la cámara de mayor zoom y escondido entre retamas, realicé
otras cuantas.



Detalles de anclaje y desanclaje rápido
de la matrícula. Estos se usan en vehículos camuflados.
Creo que fui descubierto entonces, o
cuando forcé mi atrevimiento al pasear entre ellos con el casco en la
mano y la cámara disparando desde dentro. De todas maneras, pensé, esto
puede no ser nada, pero le va a gustar a Santy. El caso es que aquellos
hombres recogieron su material y salieron a toda prisa con la furgoneta.
Vaya forma de maltratar el motor, pensé yo. “Nadie que tenga una
herramienta de trabajo la rompe de esa manera”. En ese momento, sonó mi
teléfono móvil. Extrañamente era en el mismo instante que paseaba
enfrente de la furgoneta. Nadie contestó. Pero me dio tiempo a apuntar
la matricula.
Despreocupado y no dando más
importancia a aquel asunto, subí a la moto y decidí ir a ver a unos
amigos junto a un centro de deporte hípico. Poco sospechaba que mi
decisión de ir por la carretera en lugar de disfrutar un camino de campo
permitiría que un vehículo de apoyo de aquellos individuos iniciara una
loca persecución tras mi rastro. No tardé mucho en llegar al centro de
deporte al aire libre, un lugar donde mi ahijada montaba a caballo a
menudo. Conforme caminaba los 500 m. aproximadamente desde el
aparcamiento hasta donde se encontraban ellos, un Ford Escort verde me
“acompañaba” a paso muy lento al otro lado de la valla con una pareja en
su interior. Distraído en mis pensamientos, no le di más importancia que
de un par de personas perdidas en la gran urbanización.
Al llegar a donde estaban mis amigos,
no me dio tiempo ni a saludar. Noté un fuerte tirón en la mochila que
llevaba en un solo hombro, y, al darme la vuelta, vi correr a un hombre
con ella en la mano, dirigiéndose a un agujero en la valla. Al otro lado
le esperaba una pelirroja al volante del Ford Escort. Tal fue la mala
fortuna del individuo que se quedó atascado en la desvencijada puerta
por cuyo agujero había entrado. Cuanto más empujaba, más hacían de
tenaza las dos hojas de la puerta y más quedaba atrapado.

Detalle de la placa de matrícula. Parte
posterior.
De un rodillazo en la espalda
aterricé sobre él, con tanta fuerza que me rompí el pantalón a esa
altura. Rehaciéndose del golpe, el hombre se levantó mientras los dos
agarrábamos la mochila. Lo que decía no tenía sentido para mí: “Me has
robado las cámaras”. ¿Sería algún cliente de la terraza y le acababan de
robar y me culpaba a mi? ¿y cómo sabia ese que yo llevaba cámaras en la
mochila si acababa de llegar? Esos ojos de águila, grises azulados se
clavaban en los míos, apenas a un palmo. Tenía poco pelo y una perilla
de chivo, de unos treinta y muchos o cuarenta. Al otro lado de la valla,
gritaba la pelirroja: “Llévate los carretes pero devuélvenos las
cámaras”. Cada vez tenía menos sentido todo, o no… Supongo que era una
treta psicológica enseñada a esos operativos, el confundir al oponente.
El caso es que el hombre en un descuido, dio un tirón más fuerte, y
decidió probar suerte saltando por la valla en lugar de intentarlo por
abajo. Tan mal estaba ésta que se dobló y cayó aparatosamente contra el
suelo. Sin saberlo, aquello me proporcionaría el nombre de mi asaltante,
al menos algo parecido…
Yo fui más rápido bajo la puerta y
perseguí a la pelirroja, quien se refugió en el coche. Entonces salté
sobre el capó y me agarré con fuerza, a la vez que les gritaba que me
devolvieran mis cosas. Vi al individuo sacar las dos cámaras de la
mochila y la dejó caer por la ventana. Me deslicé sobre el capó en el
momento que el subconsciente me recordaba una conversación con un amigo
en una base militar que me relataba cómo las matriculas se
intercambiaban por seguridad. Efectivamente, a tientas y con poco
esfuerzo, tiré de la placa y ésta quedó en mis manos.

Inscripciones sobre la matrícula “RB 130”
y VEH 130/134.
La conductora que había empezado la
marcha atrás, frenó. Emprendieron de nuevo la marcha hacia mí para
recuperar la placa, pero tuve el reflejo de tirarla por encima de la
valla y gritar a mis amigos que corrieran y llamaran a la policía. Los
del coche desistieron de más problemas. De un acelerón y un certero
volantazo, la mujer hizo derrapar al coche marcha atrás y ponerlo en
sentido contrario. Conseguí parar a un Volkswagen Golf blanco con un par
de chicos en su interior y les pedí que me dejaran entrar para
perseguirles, pero no lo hicieron. Llamé a la policía con el teléfono
móvil que llevaba en la mochila, pero el dichoso 112 no funcionaba
entonces, y la respuesta fue “llame a la guardia civil”. Para cuando una
patrulla se apostó en la salida de Las Lomas buscando a un coche sin
matricula delantera ya era tarde. Pese a la carrera de infarto hacia mi
moto y un loco intento de persecución, la única suerte que tuve fue de
no matarme en el intento.
Volví a por la placa y, al
inspeccionar el lugar, encontré algo en el sitio donde había
“aterrizado” aquel hombre. Una carterita negra en el suelo, con las
iniciales E.K. Curiosamente Pilar Urbano había escrito en esos días un
libro llamado “Yo entré en el CESID”, y describía el lenguaje de las
distintas agencias. “Por ejemplo, E.K. corresponde a Eduardo, de la
agencia K (rama de élite del CESID)”. Es más, había algo en su
interior. Un par de baterías del tamaño de un grano de arroz y un
aparato supuestamente complementario de éstas. Así que “Eduardo” se
llevó algo mío pero me dejó algo suyo.
Al regresar a casa, hablé con Antonio
Herrero, de la Cope, vecino también de las Lomas y a quien conocía por
el caso de Hugo Arriazu. Él fue informado de todo, y acabaría
reuniéndose en el centro veterinario de Las Lomas, propiedad de un amigo
suyo, con la famosa vedette.
En menos de un año, ese valiente
periodista murió en circunstancias extrañas en Marbella, mientras
practicaba buceo. Su viuda me dijo que la autopsia revelaba vómito de
sangre por una úlcera, pero ella, que le hizo el boca a boca durante
media hora no encontró ni rastro de sangre. Igualmente el informe
revelaba que las botellas de aire estaban vacías. Ella me dijo que sólo
llevaba una botella.
Ese 10 de Julio por la tarde,
aparecía el Ministro del Interior, Mayor Oreja, compareciendo por el
secuestro de Miguel Ángel Blanco. El aparato del Estado se había puesto
en marcha con los mejores medios disponibles para intentar encontrarle
antes de que ETA lo asesinara en el plazo dado de 48 horas. En realidad,
todo el aparato menos 5 de sus mejores hombres.
El 11 de Julio por la mañana recibía
una extraña llamada en casa. Era el párroco de Boadilla, quien me pidió
que acudiera a reunirme con él. En la plaza del pueblo nos encontramos,
donde estaba junto a las autoridades en un acto de reclamar la libertad
del concejal de Ermua secuestrado. “Mira, unas chicas muy arrepentidas
por la acción de su hermano me han traído esto para ti”. Mis cámaras
llevan la dirección marcada, ante una posible pérdida. “Su hermano te
las robó, víctima de las drogas, y dicen que lo sienten mucho. ¿Has
puesto denuncia? Pues retírala”. Me hice el tonto, ya no merecía la pena
discutir… Al revelar esas fotos, solo encontré imágenes veladas, negras
como las conciencias de quienes habían ordenado esa operación con medios
del Estado destinados a la protección del mismo.