Imágenes: © Iván Benítez

 


 

A Hamed Alkilani, Yahia, Saad y Talal. Ellos saben muy bien por qué...


Retrocedamos en la historia

Síntesis de lo publicado en El anillo de plata, Tassili y Astronautas en la Edad de Piedra.

  Verano de 1996. J. J. Benítez y Blanca se hallan en la península del Sinai. El 25 de julio deciden bucear en las aguas del mar Rojo. Blanca pierde un anillo de oro y Juanjo, al tratar de localizarlo, descubre uno de plata.

Al regresar a España, el investigador navarro recibe información sobre un caso ovni registrado en esas mismas fechas en Los Villares (Jaén). Sorpresa: en la cúpula de la nave fueron vistos los mismos signos que presenta el exterior del anillo de plata. Más aún: en ese encuentro, el testigo observa una «luz» que cae a sus pies. Al tomarla, el «lucerillo» se convierte en una piedra esférica, con la superficie grabada. Increíble: son los mismos signos del ovni y del referido anillo.

J. J. Benítez investiga y descubre que tales signos pertenecen a una antigua y hoy desaparecida lengua: el bereber. Una lengua de la que quedan algunos vestigios en el desierto del Sahara.

Sólo los tuaregs conservan parte del antiguo bereber.

¿Por qué se extinguió el antiguo bereber?

Prosiguen las pesquisas y se averigua igualmente que los símbolos del anillo de plata (lenguaje binario) expresan unas coordenadas geográficas y estelares: Tassili, en el sur de Argelia, y la constelación de Orión, respectivamente. ¿De nuevo la  casualidad? En el Tassili, justamente, se conservan varios dialectos derivados del bereber antiguo. Orión, además, se halla relacionado con el misterioso anillo.

J. J. Benítez y su hijo, Iván, se trasladan a Argelia y recorren el desierto sahariano. En el Tassili N'Ajjer comprueban que «alguien» -hace nueve mil años- descendió sobre la meseta e influyó en las etnias del lugar. Y junto a cientos de pinturas rupestres de «astronautas» descubren también los signos del ovni de Los Villares, del «lucerillo» y del anillo. ¿Casualidad? Los tuaregs, sin embargo, no consiguen descifrar el «mensaje» del «lucerillo». La antiquísima lengua se extinguió hace mucho. Y J. J. Benítez se pregunta por qué. ¿Qué sucedió con el bereber? La respuesta estaba allí mismo, entre las ardientes arenas, los cauces secos de los ríos y las atormentadas piedras del Sahara.

 

El desierto no siempre fue un lugar hostil...

Sahara azul

Algo difícil de imaginar

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Sí, ésa fue la gran pregunta: ¿por qué los tuaregs no conseguían traducir los signos grabados en el «lucerillo»? ¿Qué lo impedía? La mayoría, como mucho, acertaba en la traducción de tres o cuatro símbolos. Eso era todo. Tenía que seguir investigando...

Para mí estaba claro: la escritura bereber aparece junto a los grabados y pinturas del Sahara. En otras palabras: tienen la misma antigüedad. La escritura fue trazada por los «artistas» que diseñaron los «cabezas redondas» y la formidable fauna grabada en las rocas. Pero ¿por qué se perdió? ¿Qué sucedió con una lengua tan perfecta y original?

Alguien, en el pasado, me lo explicó pero, francamente, no le presté excesiva atención. Y poco a poco, en mis correrías por Argelia y Libia, fui comprendiendo. Este inmenso desierto -de casi diez millones de kilómetros cuadrados- no siempre fue un lugar hostil y despiadado, con unas precipitaciones anuales de cien milímetros. Hagamos un breve paréntesis y retrocedamos en la historia. Merece la pena...

Hace trece mil años, todo cambió. Los hielos retrocedieron y aparecieron las lluvias.

La última glaciación Todo empezó hace trece mil años, aproximadamente, cuando los hielos de la última glaciación iniciaron la retirada. Según los expertos, en el cuaternario (último millón de años), nuestro planeta ha experimentado notables cambios en su eje. De los 23 grados -inclinación habitual respecto al plano de su órbita-, la Tierra osciló hasta los 22 y 25 grados en ciclos de 41000 años, lo cual provocó sensibles variaciones climáticas. En ese millón de años, mientras el hombre aparecía y despertaba a la vida, nuestro mundo registró cuatro demoledoras glaciaciones. La última cubrió buena parte de América del Norte y Europa, y llegó a las puertas de Londres, París y Moscú. La península escandinava quedó cubierta por una capa de hielo de 2400 metros de espesor...

Y hacia el 13.000 (antes de la presente) los hielos retrocedieron y concedieron un respiro al mundo. Las grandes masas se fundieron y los océanos elevaron sus niveles entre sesenta y ciento veinte metros. Niveles que conservan en la actualidad.

 

El mundo vivió un período de paz.

 

Y, lentamente, el frente polar se reactivó, enviando humedad desde el noreste hacia el Mediterráneo. Y otro tanto sucedió con los benéficos monzones, que soplaron cargados de lluvia desde el golfo de Guinea.

 

Ríos como el Amazonas Y el Sahara, que había conocido una fase hiperárida (conquistó más de trescientos kilómetros hacia el sur), despertó de nuevo a la vida. Y se hizo el milagro. Las capas freáticas ascendieron. Los lagos entre dunas se multiplicaron a millares y los ríos rugieron entre arenales y peñascos. Del macizo montañoso del Agahhar, al sur de la actual Argelia, brotaron decenas de cauces, antaño consumidos. Y el agua fue bañando el gran desierto, transformándolo. Uno de los caudalosos ríos -el Ighargar-, tan ancho como el Amazonas, nacía impetuoso en el Sur, recorriendo casi dos mil kilómetros hasta formar un lago de cuatrocientos kilómetros en el actual Gran Erg Oriental, al sur de Túnez. Otros ríos, como el Saura, nacido en el Atlas, se unía al Tamanrasset, y desembocaba fértil y generoso en el Atlántico. El Tilemsi, por su parte, se ocupaba de bendecir el Níger, y el Tafassasset transformaba el sur del Sahara, sumando sus torrenciales aguas a un lago Chad... ¡ochenta veces superior al que hoy conocemos!

El Gran Húmedo Y la vida surgió imparable y lujuriosa. Arenales, montañas y wadis se despojaron del negro, del rojo y del amarillo, de la sed y del silencio, vistiendo el verde de la jungla y de la sabana y el azul de los interminables lagos. Fue una explosión vital. Lo que la ciencia llama el Gran Húmedo: uno de los períodos más fértiles del viejo y cansado desierto.

Antes de la última glaciación, el Sahara vivió un largo período de sequedad, mucho más íntenso que el actual.

Las lluvias cambiaron el rostro del desierto. Así podía verse hace trece mil años.

Fue una explosión de vida. Algo difícil de imaginar.

Cipreses de Tamrit, en el Tassili N´Ajjer.

El Sahara se convirtió así en algo que cuesta trabajo imaginar: un auténtico paraíso, ratificado por los satélites artificiales rusos y norteamericanos. La nave Columbia, por ejemplo, proporcionó imágenes rotundas: centenares de wadis o cauces secos de ríos que hace diez mil años cruzaron el Sahara en todas las direcciones. También las fotografías infrarrojas y las imágenes captadas con radar demuestran que, bajo las ardientes arenas, existió en la antigüedad toda una red de lagos conectados; algunos de hasta siete mil kilómetros cuadrados.

El último hallazgo fue anunciado por Rusia en 2002: los satélites descubrieron un gigantesco río subterráneo en Mauritania. La formidable corriente de agua discurre a 213 metros de profundidad y podría abastecer a una población de cincuenta mil almas.

Durante las expediciones al Tassili N'Ajjer pudimos contemplar uno de los últimos vestigios de esta asombrosa vegetación sahariana: los cipreses de Tamrit. Los heroicos restos de lo que, sin duda, fue uno de los bosques más impenetrables del planeta. Gigantescos ejemplares de hasta seis metros de circunferencia, hoy agonizantes, pero todavía altivos, recordando el antiguo esplendor de la región. Lhote, en sus incursiones hasta el Ténere, una de las zonas más ardientes del Sahara, llegó a descubrir notables acumulaciones de huesos y espinas de pescado -«que podrían llenar varios carros»- y que constituyeron parte importante de la dieta de los antiguos pobladores.

 

Los benéficos monzones soplaron desde el golfo de Guinea, llevando la humedad y la prosperidad a todo el norte de África.

Los morteros descubiertos en el Sahara demuestran que aquel territorio era un vergel.

¿Y qué decir de los enormes morteros de piedra, de una sola pieza, descubiertos en el Sahara? Prueba evidente de que el cereal cubría grandes extensiones. El mismísimo Heródoto, historiador y geógrafo griego, escribía en el siglo V antes de Cristo, refiriéndose al Sahara: «Esta comarca y el resto de Libia, en dirección a poniente, están más pobladas de fieras y más cubiertas de bosques que la de los nórnadas.»

Libia Las fieras, sí. He aquí otra de las pruebas de aquel Sahara azul. Una fauna que dominó la inmensa sabana cuando la naturaleza transformó el desierto en el más bello jardín. Y son los grabados en piedra y las pinturas los que dan fe de la presencia de estas bestias en lo que hoy es un horno. Libia y sus arenales son el mejor ejemplo. He tenido la fortuna de explorarlos en dos oportunidades. Siempre quedé maravillado.

El primer viaje me llevó a Trípoli. Desde allí, cruzando los desiertos, alcanzamos Ghadamés y Sabha, penetrando en la hamada de Murzuk, otro infierno de piedra y arena. Una vez instalados en el duro Fezzan recorreríamos los Mathendous, los célebres Akakus, y giraríamos hacia el norte, aproximándonos a la frontera con Argelia, en Aramet. Casi tres mil kilómetros de duras y penosas marchas por el calcinado Sahara. Pero mereció la pena...

Trípoli. Hoy, nadie tiene conciencia que este horno sahariano fue un bello jardín.

Los Mathendous Nuestras informaciones no estaban equivocadas. Al alcanzar la cadena de los Mathendous, al sur de Libia, quedamos sobrecogidos. Las palabras, de nuevo, se caen...

En un wadi de quince kilómetros, en un laberinto de rocas y peñascos, nos aguardaban miles de grabados. Grabados antiquísimos, datados en diez mil y doce mil años; quizá más. Grabados en todos los tamaños. Algunos minuciosa y bellamente pulidos en su interior. Grabados que demostraban que el horno sahariano fue un jardín, poblado por toda suerte de animales salvajes: la gran fauna subtropical. Algo incomprensible en nuestros días. Veamas los ejemplos más espectaculares:

Jirafas Contamos hasta ocho especies diferentes. Jirafas trabajadas con detalle. Un animal cuya dieta básica la integran hojas y espinas de acacia. Un animal que precisa varias decenas de kilos de forraje al día. Obviamente no podría haber sobrevivido de no haber contado con una flora variada y abundante. ¿Una flora abundante en pleno desierto líbico?

Durante más de tres mil años, el actual Sahara fue una sabana y una selva impenetrable.

Tres mil kilómetros por el desierto.

Jirafas grabadas en las paredes del desierto. Las encontramos a cientos. Junto a los animales, de nuevo los extraños círculos.

     

A juzgar por la oscuridad de la pátina, estos grabados se remontan a diez mil y doce mil años.

Las jirafas fueron bellamente pulidas en su interior.

   Elefantes Otra especie que nos transportó al paraíso sahariano...

Encontramos grabados de todos los tamaños. En el Djerat, Henri Lhote describió un ejemplar de 4,70 metros de longitud; un tamaño relativamente habitual entre los machos de treinta y cuarenta años. Y observamos un «detalle» que pone de manifiesto la capacidad de observación de los habitantes del jardín y su gran preocupación por la «fidelidad»: los elefantes aparecen con la cola doblada en ángulo recto, una actitud adoptada por las hembras antes del apareamiento.

Ejemplares espectaculares que, sin embargo, no impresionaban a los cazadores del Neolítico. En las pinturas y grabados se los ve rodeándolos y dándoles caza. Grandes paquidermos que consumen alrededor de cien litros de agua al día y que tampoco habrían sobrevivido de no haber existido ese exuberante paraíso.

Elefantes de todos los tamaños, grabados en las rocas de Libia y Argelia.

Elefantes con la cola en ángulo recto.

 Rinocerontes Otra prueba de la realidad de aquel Sahara azul. Se trata de un animal muy exigente con el agua. Una especie grabada en las rocas del actual desierto sahariano y que recuerda la indudable realidad de pantanos y marismas en plena Edad de Piedra. Así lo víeron los hombres del Neolítico y así lo grabaron. Rinocerontes con cuernos de metro y medio de longitud y cabezas de ochenta centímetros.
Características propias del
Ceratotherium simum, el temido rinoceronte blanco africano. Una vez más, la «fidelidad» era absoluta.

El rinoceronte grabado en las paredes del Sahara. Otra prueba de aquel inmenso jardín.

Cocodrilos Un Sahara verde y acuático, sí, tan difícil de imaginar, en el que los saurios se multiplicaban a millares. El gran cocodrilo de los Mathendous así lo confirma. El ejemplar -un adulto de 2,5 metros, seguido por una cría- fue grabado en la piedra hace miles de años; probablemente, más de doce mil. La oscuridad de la pátina no ofrece dudas. La «fidelidad», una vez más, es contundente.

Gran cocodrilo de los Mathendous, en el desierto de Libia.

Hipopótamos Y siguiendo hacia el Messak, en el suroeste de Libia, otra sorpresa: ¿hipopótamos en el desierto?
 

Así lo comprobamos y fotografiamos (wadi Imrawen). En mi opinión, la pista más notable de cuanto afirmo. El hipopótamo, como es sabido, no puede vivir sin el agua. Es su medio natural. Pues bien, los especialistas en grabados y pinturas han localizado en el Sahara un centenar de representaciones de este coloso. Todas ellas en Djerat, los Tassilis y Messak. Es decir, en el gran horno sahariano.

Para comprender la presencia de este animal en aquel jardín tendríamos que remontarnos entre ocho y diez mil años. La figura del Hippopotamus amphibius -el «caballo de río»-, con sus cuatro metros de longitud y hasta cuatro toneladas de peso, es clara y determinante: el Sahara, en efecto, no siempre ha presentado el mismo rostro...

El hipopotamo no puede vivir sin el agua. En el Sahara, los grabados y pinturas de este animal se cuentan a decenas.

Hipopótamo grabado en el wadi Imrawen, al sur de Libia, en pleno desierto.

Felinos y antílopes Y en los hermosos Akakus, decenas de felinos de todo tipo: leones, leopardos, panteras... Felinos al ataque y en reposo. Felinos atacados por los hombres de la Edad de Piedra (decenas de arqueros) y felinos en manada.

 

Y en las mismas rocas, avestruces esbeltos, perros al servicio del hombre y decenas de antílopes. Algunos casi extinguidos, como el órice, la gacela de Waller y el bala. Y más allá -a cientos -, muflones de cuernos anillados y largas crines en cuello y pecho, hoy desterrados a las solitarias cumbres y mesetas de los tassilis. Muflones perseguidos por perros y cazadores (una práctica habitual entre los tuaregs hasta principios del siglo XX). Muflones pintados y esculpidos hace nueve o diez mil años, también junto a los «cabezas redondas». Todos ellos como vivo exponente de una fauna que precisaba -inexorablemente- del agua.

 

Finalmente, miles de vacas. Otro animal que nos conduce, indefectiblemente, a la abundancia de pastos, a un clima benigno y a la presencia de ríos y lagos.

 

Animales desaparecidos Pero no todos son animales conocidos. El hombre del Neolítico, sin querer, nos ha proporcionado con sus grabados y pinturas la prueba de la existencia de ejemplares hoy desaparecidos. Éste es el caso del uro y del búfalo antiguo.

 

 

El uro, un animal desaparecido. Su cornamenta resultaba espectacular.

 

El primero, magníficamente esculpido en la roca, fue el supuesto ancestro de los bóvidos domesticados en Oriente Medio, Europa y África del Norte. El Bos primigenius era un animal imponente que alcanzaba 1,70 metros en la cruz. En las paredes del Sahara se presenta sistemáticamente de perfil, salvo la cornamenta, una cuerna igualmente gigantesca y en forma de tenaza. Algo que coincide con las modernas excavaciones arqueológicas y los testimonios escritos sobre el último uro registrado en Polonia en 1625.

 

En cuanto al búfalo antiguo, los grabados descubiertos en el Atlas, Tassili y Messak resultan igualmente providenciales. Este formidable antepasado del búfalo actual recorrió África durante un millón de años y compartió hábitat con el hombre de la Edad de Piedra. Sus grandes dimensiones, con cornamentas de más de tres metros de longitud, debieron de impresionar a los habitantes del jardín sahariano. Y fue esculpido hace nueve mil años. Su rastro se perdería hace unos cinco mil, cuando el jardín empezó a experimentar una nueva e implacable desertización.

 

De aquel bello jardín prehistórico no queda casi nada.

 

 

Felinos, también a cientos, grabados en el ardiente Sahara.

 

 

Cazadores y felinos hace más de diez mil años, cuando el desierto era un jardín.

 

  

 

Avestruces esbeltos en el Sahara. Antigüedad estimada: alrededor de doce mil años.

 

 

Vacas y búfalos, otra muestra de un Sahara azul y acuático.

 

 

 

 

Muflones y antílopes pintados en los abrigos rocosos del Sahara. El hombre prehistórico los caza con la ayuda de perros.

 

 

 

Hombre prehistórico, ordeñando una vaca. Sólo la presencia de agua y pastos justificaría un grabado así.

 

 

 

Vacas, a cientos, en el gran horno Sahariano. Algo imposible en la actualidad.

Región de los lagos La realidad de un paraíso en el Sahara, hace ahora diez mil años estaba más que probada. Pero alguien me había hablado de los últimos vestigios de aquel hermoso e increíble jardín, todavía visibles en Zeliaf, en las proximidades de Sabha (sur de Libia). Y hacia allí nos dirigimos...

Lo recuerdo como la etapa más gratificante de mi estancia en el Sahara. Si tratar de imaginar el desierto como un floreciente jardín no es tarea sencilla, la visión de aquellos veintiún lagos, perdidos y sujetos entre un océano de dunas, no resultaba tampoco un ejercicio cómodo. Costaba acostumbrarse a la realidad de aquellas aguas, en su mayoría saladas, alimentadas por misteriosos manantiales subterráneos. Aguas verdes, azules y transparentes en el corazón de la desolación. Lagos como el Mafu, Gabrón, Oum-al-Maa o Ruis, de entre setenta y ochenta metros de profundidad, que albergan la reliquia de lo que fue una vida pujante: quisquillas y pequeños peces tropicales -los «chromys»-, hallados también en las charcas de Biskra y en los oasis del Rir, en la cubeta terminal del Ighargar cuaternario. Criaturas como el Clarias lazera, el siluro del Nilo, otro pez tropical que no debería estar aquí. Y si lo está se debe a una sola razón: es el superviviente de lo que un día, hace diez mil años, fue todo un paraíso.

 

 

Sabha, al sur de Libia: los restos de aquel jardín.

 

EXCLUSIVA:

 

 

Asombroso: un gran cetáceo pintado en el Tassili N´Ajjer. ¿Cómo explicar la presencia de este gran pez en el corazón del Sahara? (Museo del Hombre, en París).

 

 

Cobras indostánicas en el Sahara. Otro recuerdo del gran jardin.

Cobras El Sahara, en fin, nos grita desde los cuatro puntos cardinales que su pasado fue rico y esplendoroso. Hasta el áspid de Cleopatra y las cobras indostánicas, las serpientes de los encantadores, nos recuerdan aquel tiempo benéfico. La indostánica, por ejemplo, tampoco debería existir en el sur de Libia y Argelia. Sin embargo, allí está. Allí la encontramos. Es otra prueba más de la existencia de aquel bello paraíso...

Zinkikrá ¿Y qué decir del barco de tres palos grabado en lo alto de la colina de Zinkikrá? ¿Qué representa este velero en mitad del hoy abrasador desierto de Germa, en Libia? ¿Cómo explicar que fuera grabado a 479 metros de altitud? Allí jamás llegó la mar y tampoco los ríos o los lagos. Allí sólo existe un ardiente «océano» de dunas y rocas calcinadas...

La explicación, a mi entender, sólo puede ser una: hace miles de años, Germa fue la «Venecia de la Edad de Piedra», con inmensas redes de agua conectadas entre sí. Eso sí justificaría la presencia de este antiquísimo barco en lo alto del promontorio de Zinkikrá.

Y me pregunté: ¿qué sucedió?, ¿porqué desapareció aquel Sahara azul?

 

 

Un barco de tres palos grabado en mitad del horno sahariano. Antigüedad desconocida.

 

 

Los wadis o cauces de los ríos volvieron a secarse en el Sahara.

Sahara rojo

El gran éxodo

2

Sin darme cuenta -mágicamente-, el Destino iba encajando las piezas del prodigioso rompecabezas. ¿Por qué se perdió el bereber antiguo? Allí estaba la respuesta: el jardín, el bello Sahara azul, terminó desapareciendo y, con él, la escritura y todo vestigio de vida...

 


Tras el período de grandes lluvias, el desierto avanzó implacable. La historia se repetía.

 

 

Hace cinco mil años se registró uno de los grandes éxodos de la historia de África.

 

 

En realidad fue un proceso lento, muy lento. Tan lento y progresivo como la aparición del referido paraíso. El Sahara entró en un irreversible proceso de desertización y sus gentes huyeron. Y la lengua madre fue con ellos, perdiéndose también con el paso del tiempo y como lógica consecuencia de los cruces humanos.

No se sabe cuándo, ni tampoco en qué orden, pero lo más probable es que, hace cinco mil años (puede que más), las etnias y pueblos que habitaban el gran jardín se vieron obligados a emigrar, saltando a las actuales tierras de Europa y Canarias y penetrando hacia el sur y hacia el lejano río Nilo. Y el mundo asistió a uno de los primeros y más dramáticos movimientos de masas de la historia. Una migración desesperada que, lentamente, provocaría el nacimiento de culturas insospechadas.

La lengua madre del Sahara -el bereber- emigró con los pueblos del jardín, perdiéndose con el tiempo.

Según los científicos, en mil o dos mil años, el desierto volverá a ser un hermoso jardín.

 

La maldición

• El proceso de desertización en el Sahara se inició, muy probablemente, hacia el año 8000 antes de nuestros días. Los monzones perdieron fuerza y se retiraron del jardín. Los ríos y lagos fueron secándose.

• Hacia el 6500, el fantasma de la sed alcanzó también el actual Egipto. El desierto entró en una avanzada fase de aridificación. Sólo las regiones del norte siguieron recibiendo las lluvias. Las comunicaciones entre el Sahara y Egipto quedaron prácticamente cortadas.

El antiguo río Ighargar era tan ancho como el Amazonas.

• Hace cinco mil años, el caudaloso Ighargar se rinde. Y con él, los grandes lagos del Erg Occidental (actual Argelia). El proceso es inexorable: la cuenca lacustre se evapora, transformándose en blancas y espesas salinas.

• Entre el 4800 y el 4500 (antes del presente), la desertización es general. El viento abrasador y las tormentas de arena acuchillan los últimos reductos donde resisten bosques y cañaverales. El manto vegetal es arrastrado y la sabana muere. El Sahara queda desnudo, cubierto ahora por mesetas graníticas, wadis polvorientos y un ejército de dunas móviles que devora cuanto encuentra a su paso. Las ciudades son abandonadas. Los pozos están secos. Ya nadie pinta en los abrigos rocosos. Los «cabezas redondas» sólo son un recuerdo.

El actual río Níger es un pálido reflejo de lo que fueron los ríos saharianos.

• Un total de cinco mil kilómetros -desde el Atlántico al mar Rojo-, y casi tres mil, desde el Atlas al Sudán, son engullidos por el amarillo, el rojo y el negro.

• Hace 2000 años, lo que fuera uno de los más bellos jardines del mundo entra en coma profundo. Sólo los vegetales xerófitos hunden sus profundas raíces en una tierra que nadie quiere. El Sahara mira al cielo, pero las lluvias se han ido con los dioses. Hoy, las precipitaciones apenas reúnen cien milímetros al año.

• En poco más de siete mil años, el cáncer de la sed termina con un Sahara verde y acuático. Y la naturaleza empuja a los pueblos hacia los últimos oasis. Las franjas costeras y el Sahel, al sur, son los primeros receptores de las sucesivas oleadas migratorias.

• Hacia el 4000 (antes del presente), la franja costera del Sahara -último recuerdo del jardín- se ve saturada. Miles de libios, temehus, nasamones, psylles, garamantes, atarantes, gétulos, numidas, zenetes, mauros y sanhadjas, entre otros, huyen del horno sahariano (Libia, Egipto, Argelia, Mali, Túnez, Marruecos y Mauritania). Y los más audaces toman la decisión de aventurarse en el mar, a la búsqueda de un futuro más seguro y prometedor. Es así cómo los desahuciados pobladores del Sahara inician la conquista de lo que, mucho después, llamaríamos Europa.

 

• Según la ciencia, en un plazo de mil o dos mil años, las condiciones climáticas cambiarán y el actual desierto del Sahara volverá a convertirse en un espléndido jardín.

 

 

Cuesta trabajo imaginar que el Sahara fue una gran red de lagos.

 

 

La vida -dice los científicos- regresará al desierto.

 

 

Hace cuatro mil quinientos años la desertización fue general.

 

 

Al desaparecer las lluvias, el manto vegetal fue arrastrado y el Sahara quedó desnudo.

 

 

Un ejército de dunas móviles sepultó los restos del jardín.

 

 

¿Qué gran secreto se esconde bajo las arenas del Sahara?

 

 

El calor, sofocante, alcanza los sesenta grados durante el día.

 

 

Hoy, el Sahara apenas reúne cien milímetros de agua al año.

 

 

La sed amenaza a miles de hombres y animales. Es preciso aventurarse en el mar.

 

 

El desierto avanza hasta las franjas costeras. Allí se refugian miles de africanos.

 

 

Los antiguos pueblos saharianos huyen en todas direcciones. La historia se repite.

lberos, guanches y etruscos Al proseguir las investigaciones quedé desconcertado. Muchas de las pistas derivadas de la gran emigración sahariana me condujeron a pueblos europeos cuyos orígenes se mantienen en la oscuridad; probablemente, porque la ciencia no ha contemplado esta hipótesis. ¿Procedieron los iberos del Sahara? ¿Huyeron los guanches del horno sahariano? ¿Fue la etnia etrusca otra de las corrientes que partió de África ? ¿Y qué decir de los egipcios?

¿Procedían los íberos del horno sahariano?

La lengua de los actuales bereberes procede de una mucho más antigua, hoy desaparecida.

Los etruscos, en mi opinión, también pudieron partir de África.

El hombre moderno tiene tendencia a asociar las corrientes migratorias en la antigüedad con la imagen de unos hombres primitivos, huérfanos de ideas y de cualquier manifestación cultural. Grave error. En mi opinión, no fue el caso de lo pueblos saharianos que invadieron la cuenca mediterránea, Canarias y el actual Egipto. Las pinturas, los grabados y las tumbas del desierto son elocuentes: conocían la domesticación; vestían ropajes inusuales para la época (lienzos transparentes y capas ricamente bordadas); practicaban un aseo refinado (véanse imágenes de la «peluquería» en Libia), enterraban a su muertos y eran conscientes de la vida después de la muerte; sabían de la divinidad: eran expertos navegantes y mejores cazadores; se relacionaban desde hacía miles de años con otras etnias y, en fin, disfrutaban de una escritura común: el bereber. Íberos, guanches y etruscos, por ejemplo, presentan vestigios de esa lengua madre, común a buena parte del Sahara. y este rico e inmenso bagaje saltó con ellos a las nuevas tierras. Después, el paso del tiempo y los inevitables mestizajes modificaron, sin duda, muchas de estas manifestaciones sociales, religiosas y culturales que habían tenido un origen único. La mencionada escritura bereber es un ejemplo claro de lo que afirmo. Nacida como un sistema compacto y homogéneo de comunicación, con un alfabeto claro y brillante, terminó deformándose ante la inevitable erosión de los cruces humanos. Y aunque conservó signos comunes, en esos milenios asistió al nacimiento de otros alfabetos, casi idénticos. Y en ese rodar surgió el «tifinag», la grafía utilizada hoy por los tuaregs, hija, en definitiva, de aquel primitivo bereber.

¿Quién les enseñó la idea de la vida después de la muerte?

 

«Salón de peluquería», hace nueve mil años.

Como decía -mágicamente-, de la mano de la desertización y de las sucesivas migraciones humanas, fui descubriendo el porqué del gran dilema: ¿a qué obedeció la desaparición del genuino significado del bereber antiguo? Y empecé a comprender. Empecé a entender por qué los tuaregs no sabían leer los símbolos grabados en la piedra esférica de Los Villares...

 

Alguien, mucho antes que yo, en 1951, había llegado a una conclusión similar. Después de estudiar a los tuaregs de Tamanrasset, en el sur de Argelia, el padre Foucauld dedujo que la escritura madre del actual «tifinag» era infinitamente más antigua de lo que suponen los expertos.

 

No me rendí. Y continué recorriendo el Sahara, interrogando a los tuaregs. Alguien tenía que saber descifrar los signos grabados en el «Iucerillo». Aquello no era casual. Aquello -lo sabía desde el principio- era un «mensaje».

 

Y de pronto, en una de aquellas correrías, ante el enésimo fracaso, me pregunté: ¿estoy buscando en la dirección correcta? Pero, como siempre, torpe y distraído, no escuché a la intuición...

Y, como digo, seguí buscando.

Escritura bereber junto a pinturas.

 

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