UN
ÚNICO PROPÓSITO
En mi obstinada
carrera tras los OVNIS he conocido a muchas personas que no aceptan el fenómeno
o se mantienen escépticas porque -según ellas- «los objetos volantes no
identificados jamás han
sido vistos
por profesionales de categoría».
Pues bien, uno de los motivos que me ha impulsado
a escribir este libro es mostrarles que los OVNIS no sólo son observados por
pastores, labriegos
o pescadores.
Y
puestos a elegir
testigos, me he fijado en aquellos que -hoy
por hoy- son considerados como los «número uno»: los pilotos.
Si existe alguien cualificado para distinguir un
OVNI de otros fenómenos explicables -meteoritos, aviones, cohetes, satélites
artificiales, globos sonda, etc.-, ése sólo puede ser un profesional del aire.
Los propios militares -a la hora de
clasificar a los testigos
de los OVNIS- han situado a los pilotos en
el primer puesto, con el sello de «Primera Categoría».
Y
aunque en
la presente encuesta no figura la totalidad de los pilotos españoles que asegura
haber tenido algún «encuentro» con estos objetos, creo que la selección es
suficientemente demostrativa.
ALGO
SUCEDE EN «MONTAÑA ROJA»
Salomé, la siempre
dulce y paciente telefonista del periódico, me anunció la llamada, desde
Canarias, del comandante Rafael Gárate.
Mi buen amigo
Rafa, piloto de un DC-9 de la compañía Iberia, sabe de mis afanes e investigaciones
tras los OVNIS. Y
no dudó en
llamarme a Bilbao.
Tenía una buena
noticia:
-¿Puedes venir al
archipiélago? -me soltó a bocajarro.
-Pues, no sé.
¿Qué sucede?
-He visto algo
extraño.
El comandante
Gárate, vasco hasta la médula, es hombre serio, que jamás se habría decidido a
dar este paso de no contar con una total seguridad. Así que mi curiosidad -esa
inseparable compañera- se despertó al instante.
-...He volado
sobre la isla de Lanzarote -prosiguió-, y en las dos últimas noches hemos
observado unas luces muy raras.
-¿Luces...?
Pero
¿dónde?
-En un cráter
apagado. Está situado al sudoeste de la isla. Lo llaman «Montaña Roja». Eran muy
intensas y parecían alineadas en el fondo de la caldera. Pensé que podría
interesarte.
-Ya lo creo -le
respondí entusiasmado-, pero, dime, ¿cómo eran esas luces? ¿Podría tratarse de
vehículos o algo así?
-No,
no. He
preguntado en Arrecife, y en «Montaña Roja» no hay nada: ni casas, ni instalaciones
militares. Nada. Aquello está despoblado. Es un lugar desierto. Además, las
luces eran demasiado potentes y numerosas. No podían ser faros de vehículos. Creo
que debes venir cuanto antes. Podrías descender a ese cráter.
La idea me entusiasmó.
Pero al colgar el teléfono volví a la dura realidad. Allí, a pocos pasos de mi
mesa, estaba el redactor-jefe: José María Portell.
Y
había que
convencerle. Para mí, sin duda, aquélla podía ser una buena historia periodística.
Además, parecía sencillo. Todo consistía en llegar hasta la cima de «Montaña
Roja»
y
descender hasta
el fondo de la caldera. Después, Dios diría.
Recuerdo que era
lunes, 12 de junio de 1978. Nadie podía sospechar que dieciséis días después,
Portell sería ametrallado por ETA. Cuando me acerqué hasta él, José Maria
debió de notar algo en mi rostro. Y sonrió maliciosamente:
-¿Qué has
descubierto?
-¿Te interesa una
buena historia? ¡En primicia!
Portell sabía escuchar.
Su carácter se había templado en los últimos meses. Era como si presintiera
algo.
-Hay que volar
hasta Lanzarote. Y descender a un cráter. Acabo de hablar con un piloto de
Iberia que asegura haber
visto unas extrañas luces. ¿Qué te parece?
José María
Portell no sentía, ni mucho
menos, una predilección especial por el asunto OVNI.
Pero
sabía distinguir.
Y
reconoció
que aquélla, efectivamente,
podía ser una noticia de primera página.
-De acuerdo. Pero
procura no romperte esa cabeza de chorlito...
Y
antes de
que pudiera arrepentirse, abandoné la redacción a galope.
Una idea empezaba
a brotar en mi mente.
Pero al
exponérsela a Raquel,
mi mujer, no pareció muy complacida. Y no le faltaba razón.
Pasar tres o
cuatro días, con sus noches, en la soledad de un cráter, se le antojaba tan absurdo
como peligroso.
Pero, una vez
más, supo comprenderme.
Y
ese mismo
día despegué de Bilbao, rumbo a Canarias. Estaba decidido: si esas luces descendían
nuevamente
sobre la caldera
de «Montaña Roja», yo estaría allí, y con las cámaras fotográficas preparadas.
VUELO
ARRECIFE-LAS PALMAS: «NOS SIGUE UN OVNI»
Tal y como me
había adelantado el comandante de Iberia, «Montaña Roja» se levanta en las proximidades
del faro de Pechiguera, en el extremo sudoccidental de Lanzarote. La aldea de
Playa Blanca, cerca de Berrugo, y del castillo de las Coloradas, era el último
reducto de la civilización. A partir de allí -y según el mapa- era necesario caminar
hasta la cima del volcán.
Y
mientras el
reactor cruzaba la península, recordé mi encuentro con Rafa Gárate, en Madrid.
Alguien, en la compañía Iberia, me había hablado de este piloto y de su experiencia
con un OVNI.
Si mal no recuerdo,
aquella entrevista con el comandante de Santurce fue una de las primeras de la
larga serie que he realizado con pilotos hispanos y de todo el mundo.
Gárate me recibió
aquel día en su piso de la Avenida de América.
Y
muy pronto nos
hicimos grandes amigos.
A pesar de su juventud,
Rafa contabilizaba ya más de 20.000 horas de vuelo. Fue piloto de
combate durante
once años, pasando después a las líneas civiles, donde lleva otros diez.
Por supuesto, no
tuvo ningún inconveniente en relatarme lo que sucedió mientras volaba entre las
islas de Lanzarote y Gran Canaria:
-Por aquellas
fechas (1977), el mecánico de la compañía
en Arrecife había alertado a casi todas las tripulaciones en torno a la aparición
de un objeto muy luminoso que, sistemáticamente, cada noche, hacía acto de presencia
sobre los montes próximos al aeropuerto.
»En una de
aquellas ocasiones, uno de los comandantes, también de DC-9 -Juanito Menaya
Navarro-, pudo ver cómo salían de aquel objeto hasta catorce luces más pequeñas.
»Total, que aquella
noche -prosiguió Rafael Gárate-, cuando nos disponíamos a despegar de Arrecife,
rumbo a Las Palmas, entró en la cabina el sobrecargo. Y me preguntó si podía
quedarse con nosotros. El hombre sentía curiosidad. Había oído hablar del
dichoso OVNI y pensó que a lo mejor lo veía desde la cabina del DC-9. A las nueve
y media de la noche -ya oscurecido totalmente- iniciamos la carrera para el
despegue.
»Y nos fuimos al
aire.
»En ese aeropuerto,
como sabes, hay que virar enseguida hacia el mar. A corta distancia se levantan
algunos montes y es preciso girar hacia la derecha mientras se va tomando
altura. Y eso hicimos. Pero cuando estábamos mudando la dirección para alcanzar
el nivel o altura exigida, rumbo ya a Las Palmas, vimos una luz sobre las colinas
y montes cercanos al aeropuerto.
»Era fuerte.
Brillante. Yo diría que un poco ovalada. Se asemejaba a la forma
de una lenteja.
»De pronto,
la luz empezó a aproximarse al avión. Y aumentó de tamaño
y de intensidad.
Y se hizo grande como un balón...
-¿A qué altura
volabais en ese instante?
-Como a unos
2.500 pies.1
Seguíamos ascendiendo y rematando el giro.

Un OVNI «escoltó» al DC-9 del
comandante Rafael Gárate desde Arrecife de Lanzarote a Las Palmas de Gran
Canaria. Arriba, a la izquierda, el OVNI sobre las montañas próximas al
aeropuerto. Abajo, a la derecha, el objeto se aproxima al avión de pasajeros.
Abajo, a la izquierda, el OVNI sobrevuela el DC-9 y se sitúa en el costado
izquierdo del reactor. A partir de este momento siguió al avión de Ibera hasta
Las Palmas.
»Precisamente al
dar la vuelta fue cuando los tres -el segundo piloto, el sobrecargo y yo-
descubrimos aquella luz misteriosa.
»Y el sobrecargo,
con evidente nerviosismo, empezó a decir: "¡Comandante,
comandante! ¡Mire, mire!"
»Y
el
segundo, por su parte, me comentó: "Comandante..., ¿qué hacemos?"
»Aquello tenía su
gracia. Normalmente, tanto el segundo como el sobrecargo se dirigen a mí por el
nombre de pila. Pero esta
vez no. Ambos me
llamaban" comandante"...
»Y yo, que
llevaba los mandos del DC-9, les respondí, tratando de tranquilizarles: "¡Pues
no le miréis!"
-¿Tú lo
estabas viendo?
-Como un
OVNI.
Y a
título muy personal, como una nave ajena a la Tierra.
-¿Y
no
podrían ser rusos o norteamericanos?
-Tú sabes que
no. Yo he pilotado aviones de combate -Sabres y los famosos 104 o «ataúdes
volantes»-
y sé las posibilidades de la aviación militar. Ni los más audaces aviones
experimentales
pueden
desarrollar esas velocidades ni practicar semejantes giros y ángulos rectos
en pleno vuelo.
Volví a ver a
Gárate algún tiempo después de aquella primera entrevista con el comandante
de Iberia. Y, al igual que ocurría ahora, con el caso de «Montaña Roja», me
situó de nuevo tras la pista de otro apasionante suceso.

El comandante Rafael Gárate,
con su familia. Su llamada me puso en marcha hacia «Montaña Roja». (Foto: J.
J. Benítez)
DÁTILES Y PASAS
PARA TRES DÍAS
Mi corazón se
aceleró al tomar tierra en Arrecife de Lanzarote.
Tras algunas
averiguaciones con los mecánicos de tierra y con el oficial de tráfico, me
dirigí hacia la localidad de Yaiza, al pie de las Montañas de Fuego de
Timanfaya. Seguía dispuesto a permanecer varios días en la soledad del
cráter, en espera de un posible descenso o aparición de los OVNIS.
Y
aunque
el tiempo previsto de permanencia en la caldera de «Montaña Roja» no era excesivo,
sí necesitaba reunir algunas provisiones, así como, al menos, un saco de
dormir.
Pero la noche
terminó por cerrarme el paso. Y las ancianas y rojizas jorobas de los
treinta cráteres del
Parque
Nacional de Timanfaya desaparecieron.
Mi descanso
en Yaiza fue breve.
Con las primeras
luces, y como tengo por costumbre
en mis viajes, me adentré en las encaladas calles de la población.
Y
pronto tomé
posiciones ante una renegrida mesa de madera de draga de una no menos oscura
cantina.
La señora del
lugar no tardó en extender ante mí un generoso plato de huevos con tocino,
amparado por el inseparable gofio, el picante mojo y algunas lonchas
de queso de cabra que rebosaban los límites de la bandeja.
Y
para regar
aquel desayuno -digno de un miliciano de Juan Bethencourt-, una jarra de
dorado vino de malvasía.
Era
consciente de que aquélla iba a ser la última comida con un mínimo de
dignidad y consistencia.
Y
traté
de aprovecharla.
Allí mismo,
al amor del último cigarro, me informé del lugar más apropiado donde hacer
acopio de algunos víveres.
Y
el ama
me señaló el bar de Salvadora, a orillas mismo de Playa Blanca, frente a la
isla de Lobos.
Al poco me
encontraba de nuevo en la serpenteante ruta que cruza la Hoya, en dirección
a las costas del Sur.
Me sentí
feliz -casi como un niño- al reconocer el negro vivo del «malpaís», ese
misterioso «musgo»
que cubre los casi 200 kilómetros cuadrados de lava relampagueante de la
zona. Un mundo mágico. Hechizado, diría yo, por los ojos amarillos y rojos
de más de veinte volcanes apagados en los que sólo se mueven gaviotas y
escorpiones.
E,
intencionadamente, reduje la marcha de mi automóvil.
Y
fui
descubriendo, a cada curva, las formas esqueléticas, nervudas y kafkianas de
la escoria y lapillis apelmazados. Casi como interminables manos resecas
asidas a la tierra...
Y
a la
derecha de la carretera, el mosaico blanco de las salinas de
Janubio.
No tardé en
divisar el pequeño
caserío
de Playa Blanca. Allí, con la piedra
pómez
de la isla de
Lobos al fondo, conocí Casa Salvadora.
El
propietario, no sin cierta extrañeza, fue reuniendo algunas viandas que le
pedí: varias tabletas de pasas. Dátiles hasta llenar una fiambrera de poco
más de medio litro de capacidad. Y cinco botellas de café negro, sin azúcar.
Algunos de
los vecinos que apuraban su sed en la cantina siguieron las idas y venidas
del capataz con tanto interés como curiosidad. Pero ninguno llegó a
preguntar la razón de aquel insólito acopio de víveres. Y en el fondo
agradecí este gesto de prudencia. Deseaba llevar a cabo la experiencia en la
más absoluta de las reservas. Al hecho -excitante en sí- de la espera en
«Montaña Roja» quería añadir otra realidad no menos fascinante, al menos
para mí. Quería conocer y anotar hasta las más nimias reacciones de una
persona sometida -aunque
sólo fuera por tres o cuatro días-
a una
soledad absoluta.
¿Sería capaz
de soportado? ¿Cómo reaccionaría mi mente? Y, sobre todo, ¿cómo me
comportaría en el fondo de la caldera, atornillando mi organismo con un
severo ayuno?
Estas
incógnitas habían excitado considerablemente mi ánimo. Ardía en deseos de
iniciar el camino hacia el cráter.
Una de las
condiciones básicas para la ejecución de este proyecto era guardar el más
completo mutismo respecto al lugar exacto donde pensaba instalarme. Tan sólo
el comandante de Iberia lo conocía. Pero en mi precipitada salida de Bilbao
había olvidado avisar a Rafa Gárate. Y el piloto no tenía conocimiento en
aquellos momentos de mi inminente llegada a «Montaña Roja».
Ni siquiera
Raquel sabía el nombre del cráter,
ni su posición. Y puesto que la isla de Lanzarote reúne
más
de 300 volcanes, habría resultado agotadora una supuesta
labor
de búsqueda.
Sin embargo,
esta circunstancia, lejos de preocuparme, me hacía vibrar con mayor
intensidad. Y psicológicamente me colocaba en una posición óptima, de cara a
un auténtico y descarnado enfrentamiento conmigo mismo y con lo que pudiera
suceder en la cima del volcán.
Una vez
abandonada Playa Blanca, la incomunicación sería total.
Pero quedaba
por resolver el problema del saco de dormir. Mientras el dueño de Casa
Salvadora remataba los preparativos, me dirigí al centro de la aldea, en
busca de algunas mantas con las que poder sustituir el ya ilocalizable saco.
No fue difícil
la compra. Y la Providencia me obsequió también con el hallazgo de un
pequeño colmado, en el que adquirí una caja de galletas y abundante tabaco
negro.
Y
con
aquel «tesoro» regresé a la playa, donde el voluntarioso propietario de Casa
Salvadora me ayudó a extender las provisiones sobre las mantas. Una vez
formado el hatillo, me despedí del paisano y deposité la preciada carga en
el maletero del 124.
Según el
mapa, debía dirigirme hasta el faro de Pechiguera. Allí moría la pista.
Después emprendería la ascensión.
El sol ardía
ya en pleno cenit cuando detuve mi automóvil a la sombra de un desconchado
faro.
Tanto la torre
como los negros acantilados de la costa de Rubicón permanecían desolados.
Desiertos. El faro, con la llegada del progreso, había perdido a sus
moradores. Y, con ellos, el calor y el
color de
los sentimientos. Ahora todo lo hacía una célula fotoeléctrica.
Busqué una
sombra y allí
-al
pie de aquel «huérfano» de veinte metros- traté de ordenar mis ideas.
Frente a mí,
y si los mapas no mentían, se levantaba «Montaña Roja». Pero, ¿por qué la
denominarían así? En realidad, sus escarpadas laderas eran grises.
El volcán,
contemplado desde su base, guardaba todavía la planta airosa y gallarda de
los jóvenes hijos del Timanfaya, que hicieron erupción en pleno siglo
XVIII.
Yo había leído
que, allá por los años
1730
al 1736,
esta parte de la isla sufrió una violenta conmoción, y once de los caseríos
que salpicaban la vega fueron sepultados bajo la lava, que terminó en el mar
entre columnas de vapor y espantosas cataratas de fuego casi sólido. Y de
aquel apocalipsis nació una treintena de bocas humeantes que, lentamente,
fueron muriendo. Y «Montaña Roja», precisamente, era una de esas calderas.
Mientras
revisaba mi inseparable bolsa de las cámaras fotográficas, me asaltó un
súbito deseo de deserción. «¿Por qué no? -me pregunté-.
¿Por qué no dejarlo
todo y regresar? ¿Por qué someterme a la incomodidad y a lo desconocido?»
Me puse en
pie y, casi con violencia, cargué la bolsa sobre mi hombro derecho, haciendo
otro tanto con el hato donde había agrupado los víveres y el café. Pero lo
hice con tan mala fortuna, que una de las botellas -a pesar de la protección
de las mantas- me golpeó en el costado izquierdo.
El dolor terminó
por despejar las dudas. Y a grandes zancadas, con prisas, me dirigí hacia el
Norte, tratando de rodear la base del gran cono, con el único objetivo de
hallar una senda menos agria.
A los veinte
minutos de caminata,
sorteando
las grietas basálticas y los remolinos de lava negra,
mi
cuerpo sudaba ya por los cuatro costados.
Pronto me convencí
de que era inútil la búsqueda de una pendiente menos abrupta. Las paredes de
«Montaña Roja» están formadas por largas costras de material volcánico, y el
resto, por escoria muy granulada, que brillaba al sol.
Y
tras una profunda
inspiración, opté por iniciar el ascenso. Si alguien me hubiera visto subir
por aquella ruda pendiente, cargado como un porteador tibetano, lo más probable
es que se hubiese santiguado.
Pero, excepción
hecha de las gaviotas, que saltaban entre los arrecifes, en un largo radio
de terreno no se divisaba ser humano alguno. Por otra parte, ¿quién iba a
aventurarse en pleno junio en semejante incursión?
Al cuarto de
hora tuve que soltar los bultos: Aquello era excesivo. Y aunque me urgía
llegar lo antes posible a la boca de la caldera, los descansos tuvieron que
prodigarse, conforme la pendiente se hacía más afilada.
Mientras
contemplaba el incierto perfil de la cumbre del volcán, yo, que no creo en
la casualidad, me pregunté por enésima vez qué diablos hacía en «Montaña
Roja». ¿Quién me estaba empujando a llegar a la caldera? Y, sobre todo,
¿para qué? ¿Qué iba a suceder allí arriba?
Estas
interrogantes entraban y salían de mi cerebro sin orden ni concierto. Sólo
cuando mis botas resbalaban en los torrentes de escoria, haciéndome perder
parte del terreno ganado, mi corazón y mi voluntad se hacían dedos -yo
pienso que garras- tratando de evitar una caída que hubiera sido mortal.
En más de una
ocasión, y en pleno alud de escoria, me vi obligado a dejarme caer de
bruces, hundiendo hasta las pestañas
en la
achicharrante escoria.
Una hora
después de iniciado el ascenso, con los huesos molidos
y
el ánimo tan
entrecortado como mi resuello,
alcancé la cumbre.
Y
el
latir de mi corazón se hizo más vivo cuando mis ojos se clavaron en el fondo
del cráter.
UNA
«CRUZ» EN LA CALDERA
Lo primero
que me llamó la atención en aquella olla de casi cien metros de diámetro fue
una gran cruz blanca, pintada entre el negro de la ceniza volcánica
y
los verdes
y
acres del
resto de la caldera de «Montaña Roja».
En una rápida
inspección ocular
-y
todavía desde
mi obligado observatorio, en lo más alto de una de las paredes del cráter-
verifiqué la ausencia total de actividad volcánica. Ni gases, ni grietas
humeantes...
Algo que, por
supuesto, cualquiera hubiera dado por sentado. Pero bueno era comprobarlo...
El cráter
estaba desierto. Y, por un momento, aquel fortísimo viento que soplaba en la
cumbre del volcán me devolvió a la realidad. Eran rachas del Este. A veces
frías,
pero siempre densas
y
poderosas.
Tan fuertes, que silbaban entre los recovecos de la lava petrificada.
Si aquel viento
castigaba el fondo de la caldera con la misma violencia, mi estancia en el cráter
podía complicarse sensiblemente.
Y puesto que
sólo había una forma de comprobarlo,
inicié el descenso con paso lento. Pronto dejé atrás los lastrones
y
grandes rocas
que se acumulaban en la pared. Y me encontré en mitad de la suave explanada
que forma la base de la caldera. Allí, el terreno era blando. Formado básicamente
por una ceniza ligera, entre la que crecía una retama esquelética
y
reseca, así
como algunos arbustos enanos, blanqueados por aquel sol de hierro
y
a los que los
naturales de Lanzarote denominan «ahulagas».
Me alegró
encontrarlos.
Las noches en aquellos parajes
-y
con más razón
a casi 400 metros de altitud- son duras. Esta madera, fácil de quebrar, me
proporcionaría el calor necesario.
El principal
motivo de mi desazón -el fuerte viento
había
desaparecido. Al menos, en el centro del cráter. Allí, la calma era total.
Y
aunque supuse
que las paredes del volcán defendían el fondo de la depresión de las
tormentas de arena, así como de los vientos «surestados», me dirigí de nuevo
a lo alto de una de estas paredes, esta vez hacia el extremo opuesto por
donde
había
alcanzado la cumbre de «Montaña Roja».
Al asomar
sobre las rocas apareció ante mí, en dirección Este, la desgastada cadena
montañosa de Los Morros, con sus lomas blancas
y
rojas. Allí,
como en cualquier punto de la boca del cráter, las rachas de viento se hacían
insoportables.
Regresé hasta
el centro de la caldera
e intenté determinar el rincón idóneo donde poder
plantar mi modesto campamento. Al pie de la pared
sudoriental se acumulaba un nutrido volumen de rocas de pequeño
y
mediano tamaño.
Quizá pudiera hacer con ellas una especie de parapeto...
Y,
cargando de
nuevo los víveres
y
el material
fotográfico, me dirigí al punto elegido.
Con el mismo
entusiasmo de un niño que juega a construir una cabaña, así me afané en mi
primera tarea dentro del cráter.
Un par de
horas más tarde, con el rostro sudoroso
y
las ropas
definitivamente descoloridas por el polvo
y
la ceniza,
retrocedí unos pasos
y
contemplé «mi
obra». No pude evitar la risa. La verdad es que mi porvenir como arquitecto
dejaba mucho que desear...
Lo más
probable es que si el viento que acuchillaba la lava en lo más alto de las
paredes del volcán hacía la más mínima incursión a mis recién estrenados
dominios, aquel semicírculo de piedra de un metro de altura se vendría abajo
con toda seguridad.
Pero era mi
obra. Y me sentí contento.
La tarde
empezaba ya a escapar, con el viento, hacia el tablero azul del Atlántico.
Debía apresurarme.
Y, tras
colocar las provisiones en el interior del semicírculo, hice un rápido
inventario del material que había encerrado en la bolsa de las cámaras.
La verdad es
que el recuento fue más que breve: unos prismáticos Yashica de
10x50,
inseparables en mis correrías tras los OVNIS; una linterna especialmente
diseñada por una casa especializada de Vitoria y cuyo alcance -sin
dispersión-
linda los dos
kilómetros, y un grueso
cuardeno de notas.
Y como
primera medida -habitual ya en mí- colgué del cuello una de las cámaras
Nikkormat, con un teleobjetivo de 200 milímetros.
Uno
nunca sabe cuándo pueden aparecer estas naves... La experiencia me había
enseñado a no alejarme demasiado de las cámaras fotográficas. En más de una
ocasión había visto pasar ante mí estos objetos cuando me encontraba
«desnudo»: sin las cámaras...
Y de pronto
recordé que no había hecho acopio de leña. Éste debía ser el siguiente y uno
de los más importantes trabajos de aquella primera jornada.
Puesto que el
sol necesitaba todavía de algo más de una hora para ocultarse, me encaminé
hacia la zona más alejada del «campamento». Si debía pasar varias noches en
aquella caldera, lo más racional era empezar por consumir los arbustos más
alejados. En caso de cansancio o de cualquier contrariedad, siempre
resultaría más cómodo llegar hasta la leña colindante con el campamento.
Antes de
empezar a cargar los palos blancos y resecos, me detuve frente a la gran
cruz que -evidentemente- alguien había pintado en el centro de la explanada.
Al tocarla
me di cuenta de que se trataba de cal. Los dos grandes trazos, de unos 30 a
40 centímetros de anchura
por otros cuatro metros de longitud, habían sido dibujados sobre la ceniza
negra de la caldera.
Pero ¿por
quién y para qué?
Mi primer
pensamiento fue asociar la cruz con una señal hecha para que alguien pudiera
verla
desde el aire.
Podía ser
algún tipo de balizamiento para paracaidistas o ejercicios de tiro.
«¿Ejercicios
de tiro?»
«¡Ay, Dios!
¡Mira que si me encuentro
en pleno polígono de bombardeo o de lanzamiento de misiles!»
Y
retrocedí con
espanto.

«Ante mis ojos apareció una
gran cruz blanca...» (Foto: J. J. Benítez.)
Instintivamente miré a mi alrededor. Pero no pude descubrir una sola señal
de bombas, cráteres o los clásicos embudos que originan los proyectiles al
estallar en tierra. La explanada de la caldera era perfectamente llana y
compacta. Estaba claro que aquel volcán no había sido escenario -al menos reciente-
de este tipo de ejercicios de fuego o bombardeo. Eso era lo que yo creía...
Pero,
entonces, ¿qué significaba la cruz?
El comandante
Gárate me había asegurado que en aquella parte de la isla de Lanzarote no existía
señal óptica alguna que sirviera de orientación a los pilotos.
Por otra
parte, los trazos, a base de cal, eran obra humana. Eso saltaba a la vista.
Y
tras
algunos segundos de inútil reflexión, seguí hacia el extremo de la caldera
y
comencé a
arrancar cuantos arbustos de «ahulaga» y retama quedaron a mi alcance.
Cuando
consideré que la carga era suficiente, me refugié en el semicírculo de
piedra, disponiendo otras pequeñas rocas en el interior del propio
«campamento» a manera de hogar.
Alli
encendería una hoguera en cuanto las tinieblas cayeran sobre el cráter de
«Montaña Roja».
Y
acomodándome como pude, tomé mi cuaderno de notas e inicié el relato de
aquel agitado 14 de junio de 1978.
Muy
lentamente, el volcán llamado «Montaña Roja» quedó sumido en la más negra
oscuridad...
PRIMERA NOCHE:
UN EXTRAÑO
«MONÓLOGO»
He conocido
ya, en otros lances, lo que significa la soledad en la oscuridad.
Pero aquel
cráter...
Cuando las
sombras se hicieron tupidas, mi ánimo volvió a encogerse. Era algo físico.
La
temperatura en la caldera no había descendido demasiado. Así que decidí no
encender el fuego. Deseaba, además, que mis ojos se acostumbraran lo antes
posible a aquella
situación de negrura pastosa
y desesperadamente silenciosa.
No fue
difícil. A
la media hora
escasa podía distinguir con relativa comodidad los altos límites del
anfiteatro en cuyo fondo me encontraba. Y, a menos distancia, el entramado
sarmentoso
y
calcinado de las retamas y míseros arbustos, que crecían en el fondo del volcán,
quizá por un milagro de la Providencia.
Pero, aquel
silencio...
Por mucho que
agucé el oído, en aquella desolación de lava y ceniza volcánica no se
escuchaba el menor chasquido de una chicharra o el zigzagueante zumbido de
los murciélagos. Nada. Y no sé por qué mi corazón sintió pena por aquella
Naturaleza aparentemente muerta y condenada al silencio. Quizá por eso amo
el mar. Mientras colocaba sobre mis rodillas la fiambrera con los dátiles,
dirigí la mirada al firmamento.
iCómo
poder describir aquel escalofrío
blanco
de legiones de estrellas y luceros! Sólo en las cumbres andinas había asistido
a un espectáculo parecido.
En realidad,
aquella bóveda rutilante iba a ser -junto a mis pensamientos- la única
compañía en la soledad de «Montaña Roja».
Esto
era lo que yo creía en aquella mi primera noche. Diez dátiles y un vaso de
café puro no era mucho para reponer fuerzas.
Pero
era lo estipulado, si verdaderamente quería respetar el ayuno.
Mi plan,
mientras permaneciera en aquel cráter del fin del mundo, era el siguiente:
tratar de dormir durante el día y esperar, vigilar y meditar a lo largo de
las noches. Sencillo.
Una «comida»
al despuntar el alba y otra en el crepúsculo. Y, en caso de sed, café. Los
que me conocen saben que nunca o casi nunca bebo agua. Puedo estar semanas
sin ingerir un sorbo. Pero ahora, en
una
zona
desértica, podía ser diferente. Así que opté por el
café.
Sentía
curiosidad por conocer mis
propias
reacciones.
Mis
pensamientos y, sobre todo, mis sentimientos.
¿Cómo me comportaría en el supuesto de que la fortuna me asistiese y viera
algún OVNI? Y apurando el sueño, ¿qué haría en el caso de que esa nave
descendiese sobre la caldera? ¿Cómo me comportaría si llegase a ver a sus
ocupantes? ¿Saldría huyendo, como ya me ha ocurrido en otras ocasiones,
al ver los OVNIS?
Estos
interrogantes me erizaban el cabello. Y reconozco que el miedo empezó a
rondarme.
Tras la frugal
cena me enrollé en una de las mantas. Situé los prismáticos en torno a mi
cuello y colgué de mi hombro derecho la estrecha caja metálica
que
contenía las baterías de la linterna «mágica». Y con el gran foco de cristal
parabólico en la mano, me dirigí a lo alto de la pared más cercana.
Allí sentado
sobre la lava, arropado como buenamente pude, le hice frente al viento y a
mis pensamientos:
«¿Por qué me
agrada la soledad? ¿O no me agrada?» Tal y como suponía, la voz de mi
conciencia -¿o no era mi conciencia?- presentaba las respuestas a idéntica
velocidad con que yo me dejaba llevar por las preguntas. Y surgió este monólogo:
-Pero, ¿qué
es la soledad? ¿Por qué el ser humano precisa tantas veces de ese silencio
interior? ¿No será que nuestro verdadero mundo se asemeja a los grandes icebergs?
Una parte sobresale sobre el agua y otras nueve permanecen ocultas.
-¡Tonterías!
-¿Estás
seguro?
-Bueno,
¡quién sabe!
-El caso es
que esta soledad me llena.
-Quizá
no estés tan solo como crees. Quizá lo que conoces
por Espíritu, o por Mente, o por Alma, es alguien tan físico y real como la
áspera lava sobre la que ahora estás...
-Eso son palabras.
-Sí. Pero tú
sientes «algo» o «alguien» dentro de ti. ¿O no?
-Pues, sí.
-¿Y
hasta qué
punto son importantes los sentimientos?
-Si he
de ser sincero conmigo mismo, cada vez más. A veces me dejo
llevar por lo que parece dictarme ese «ser» interior (ese otro yo, si es que
podemos llamado así), y las cosas adoptan otro color...
-¡Bravo! ¿Y qué pensarías si te dijese que ese «ser» interior eres en realidad
tú mismo: el auténtico
J. J.
Benítez?
-¿Otro
individuo dentro de mí mismo? No lo entiendo...
-Otro, no.
Tú. El auténtico. El viejo...
-¿Viejo? ¡Si
sólo tengo treinta y dos años!
-¡Ya! Treinta
y dos cómputos de tiempo, de acuerdo con los
límites del planeta donde ahora vives...
-Ya empezamos
a desvariar...
-No. Tendrás
que concederme algo: si ese «ser» existe
y demuestra ser tan prudente y sabio en sus respuestas y planteamientos, es
imposible que haya alcanzado un grado tal de conocimientos en esos ridículos
treinta y dos años sobre este mundo donde te mueves.
-A mí me
habían dicho que esa «voz de la conciencia» podía ser el mismísimo Dios, que
habla o dialoga con todos y cada uno de los seres humanos...
-Dios. ¿Y qué
es Dios?
- ¡Y yo qué
sé! Quizá sea la gran fuerza o la energía infinita
que todo lo llena y todo lo sostiene. ¡Vaya usted a saber!
-En ese caso,
el «viejo
J. J.
Benítez»
también albergará algo de esa fuerza. ¿O no?
-¡Ojalá!
-Pero no nos
salgamos del tiesto. ¿No te parece absolutamente
racional que si ese «ser» interior existe, tú encuentres consuelo en la
soledad de ti mismo?
-Sí, es racional.
Pero, entonces, ¿por qué hay tanta gente que huye de la soledad? ¿Por qué
dicen que la soledad es mala consejera y todas esas cosas?
-Me parece que
estamos hablando de dos «soledades» distintas.
-Explícate.
-Veamos. Cuando un hombre o una mujer no se conocen
a sí mismos, siempre huyen de la soledad. Y es lógico. Están desarmados.
Indefensos. Y la soledad aumenta sus miedos y angustias. Y eso llega a
ocurrir incluso aunque la persona se mueva entre multitudes. Todavía no han
descubierto su verdadera dimensión, su potencia, su larga y remota
sabiduría...
-¿Te refieres
a que
no han descubierto a ese «ser» interior, tan viejo?
-En efecto.
Por eso te hablaba de dos tipos de soledades. Los que han llegado al
conocimiento o a la sospecha, al menos,
de la realidad de ese YO interior, gustan y hasta buscan esa soledad, que
les permite un más nítido y profundo diálogo con el «viejo», si me permites
el calificativo.
-Espera.
Déjame pensar. ¿Y cómo podemos «descubrir» al «viejo»?
-Para empezar,
hay que detenerse.
-¿Detenerse?
-Sí, congelar
el reloj de la vida. Hacer un alto.
-¿Y después?
-Sencillamente, escuchar esa voz interior. Esa que tú llamas «la
voz de la conciencia». Y seguir sus consejos. Poco a poco, ese «buceo» en
uno mismo va proporcionando luz y, sobre todo, seguridad.
-Entonces,
¿tú crees que si la gente profundizase en sí misma terminarían tantas
ansiedades, frustraciones y suicidios?
-Dime una
cosa. ¿Por qué crees que los lamas, los místicos o los que practican la vida
contemplativa son mucho más sabios y felices que los demás?
-Pero, según
esa teoría, los que estamos metidos en la «rueda» del consumo, de las prisas
y de esta sociedad del siglo
XX
jamás encontraremos la paz...
-No. Al «viejo»
se le puede hallar en cualquier parte y en cualquier momento. Su presencia
en cada uno de nosotros ni siquiera depende de nuestra voluntad. Está ahí
desde el instante en que SOMOS. Lo que sucede es que muchos -la mayoría- no
os percatáis de su existencia.
-¿Y
qué
pasa cuando uno muere? ¿Dónde va ese «ser» interior?
-Te repito
que la única y auténtica identidad de cada persona la forma tan sólo ese
SER. Y al salir de este mundo, cada hombre o mujer se manifiesta ante la
Suprema Fuerza o Energía y ante sus hermanos como el YO que es.
-¿Por qué
estamos entonces en esta vida?
-Para
aprender.
No sé si hice
bien. El caso es que aquella extraña «conversación» conmigo mismo quedó
bloqueada por una no menos complicada mezcla de sentimientos. Y levantando
los ojos hacia aquel firmamento en paz, me dejé arrastrar por un llanto
limpio y silencioso.
Eran lágrimas
sin explicación aparente. Mi corazón -quizá ese «ser» que también anida en
mí- había sentido la nostalgia de otros tiempos o de otras «patrias», allí
arriba...
Y así,
envuelto en un sosiego que jamás olvidaré, vi rodar las estrellas y conocí
mi primer amanecer en «Montaña Roja».
Tuve que
sacar los dátiles de la pequeña fiambrera de metal. No tenía otra alternativa
si quería calentar mi entumecido cuerpo con un poco de café.
En mi precipitación
por subir al volcán había olvidado algo tan imprescindible como un simple
recipiente donde poder caldear el estimado brebaje.
Y lo que
no
había hecho durante la fría noche tuve que hacerlo
ahora, mientras el sol devolvía la vida a los verdes y acres calcinados y
rojos de la cadena del Timanfaya.
iCómo
agradecí aquel tufillo y el tímido borboteo del café, brillante y vivo entre
las altas llamas!
Dos largos
palos de ahulaga me sirvieron de tenazas para sostener sobre el fuego la
improvisada cafetera.
Y tras
saborear mi ración de dátiles, a la que había añadido una veintena de pasas
y un par de galletas, apuré el ahumado y amargo café.
Pero el
cansancio terminó por cerrar mis ojos, y mis proyectos de examinar el cráter
con mayor calma quedaron en suspenso.
SORPRESA EN LA EXPLORACIÓN DEL VOLCÁN
Creo que lo
que acabó por despertarme fue el sofocante calor y aquel sudor que empapaba
mis cabellos y nuca.
Aquellas seis
horas de profundo sueño a pleno sol habían sido toda una perfecta imprudencia.
Debería, al menos, haberme cubierto la cabeza...
Puesto que no
era mi intención abandonar la caldera para refrescarme en la costa de
Rubicón, opté por «lavarme» y asearme con la ceniza del cráter, tal y como
había visto hacer a los beréberes del África Septentrional. Ellos, en lugar
de ceniza volcánica, suelen emplear arena. Pero tampoco era momento como
para andar con exigencias...
Me despojé de
todas mis ropas y procuré extenderlas sobre las rocas, de tal forma que
pudieran airearse.
Después, con
las botas como única prenda, me dirigí al centro de la caldera, donde la
ceniza era más abundante. Y sentándome sobre la explanada, rocié y embadurné
mi cuerpo con aquel polvo reseco, hasta quedar negro de pies a cabeza.
A decir
verdad, sentí un profundo alivio.
Pero no era
prudente exponerse al sol. Así que, tras sacudir la ceniza, me vestí de
nuevo, prescindiendo esta vez de la pesada sahariana. Y, con el ánimo
reconfortado por un nuevo y lento buche de café, me dispuse a concluir la
exploración del cráter.
Si los OVNIS
habían tomado tierra en aquella explanada, quizá pudiera encontrar alguna
huella. Algún vestigio.
Para empezar,
me encaramé otra vez a lo más alto del cráter, peinándolo metro a metro con
los prismáticos.
Pero no pude
hallar una sola señal.
Si las luces
vistas por el comandante habían sido OVNIS, lo más probable es que éstos no
llegaran a aterrizar. O quizá lo habían hecho sin dejar quemaduras. Tampoco
sería el primer caso.
Puestos a
especular, aquella caldera era un lugar ideal para un descenso de este tipo.
Únicamente
desde el aire -como ocurrió con Rafa Gárate- habría
sido posible la observación de las naves.
Y yo sabía, a
través de mis investigaciones, que estos seres suelen repetir sus
apariciones en las mismas zonas...
Por tanto,
cabía la posibilidad de que se produjera un nuevo aterrizaje en «Montaña
Roja».
Pero esto
sólo era un sueño.
Y muy
lentamente inicié un minucioso reconocimiento del terreno.
Caminando en círculo fui examinando cada piedra, cada palmo de ceniza, cada
matorral.
Si los OVNIS
habían situado uno solo de sus trenes de aterrizaje sobre el volcán,
encontraría la huella. Tenía todo el tiempo del mundo por delante. Y los que
me conocen saben que consigo cuanto me propongo.
El fuego de
aquel sol canario parecía concentrarse en la caldera. Mi cabeza se veía
atacada duramente por los rayos, y no tuve más remedio que protegerme con la
sahariana, anudándola como si se tratase de un turbante.
Y proseguí el
rastreo.
De pronto,
cuando casi había completado la primera vuelta en torno al cráter, mis ojos
quedaron fijos en un casi imperceptible aro de metal de unos 20 centímetros
de diámetro y que apenas destacaba entre la ceniza.
¿Qué era
aquello?
Me arrodillé
junto a mi hallazgo y, antes de proceder a retirar la ceniza, intenté
serenarme. Pero mi corazón se había disparado y fue preciso aguardar algunos
minutos.
Por fin,
temblorosamente, pasé las yemas de los dedos sobre el pequeño aro.
No cabía
duda. Aquello era metal. Quizá hierro. Pero parecía muy oxidado...
Y
grano a grano
fui separando la tierra y la ceniza.
Pronto
advertí que se trataba de una especie de cilindro.
La cara
superior era igualmente metálica. Sobre ella resaltaba un reborde que -medio
sepultado por la ceniza- había confundido con un aro.
Conforme fui
escarbando en torno al misterioso objeto, comprobé que se hallaba
sólidamente embutido en la superficie del volcán.
Y, presa de
una galopante curiosidad, rodeé el cilindro con ambas manos y me dispuse a
extraerlo por la fuerza.
Fue entonces
cuando me asaltó una grave duda: ¿Y si fuera una bomba?
La idea me
paralizó. Y un sudor frío empezó a resbalar por mis sienes, al tiempo que
retrocedía.
¿Era posible
que me encontrase frente a un proyectil sin estallar?
En ese caso,
¿qué debía hacer?
El instinto
de conservación me aconsejaba alejarme de allí. Poner tierra de por medio.
Pero, por otro lado, una afilada y creciente curiosidad me mantenía junto al
enmohecido artefacto.
Era como un
reto. ¿Sería capaz de desenterrarlo sin provocar su explosión?
El «proyecto»
se me antojó tan fascinante como peligroso. Si aquello era realmente una
bomba y hacía explosión, adiós a todo.
Pero ¿por qué
meterme en semejante berenjenal? Sencillamente, por amor al riesgo.
Creo que la
mayor parte de los reporteros amamos la aventura y el peligro. De lo contrario,
no seríamos reporteros.
Y yo me encontraba
allí, «hablándole de tú» a lo que, sin duda, parecía un obús. Era emocionante.
Proseguí la
excavación. Esta vez, infinitamente más despacio. Con mimo y con miedo. Con
la tensión del que palpa la figura fría y voluptuosa de la muerte.
La ceniza iba
desapareciendo en torno al cilindro. «¿Y si fuera una mina?», pensé.
Pero, ¿qué hace
una mina en lo alto de un
volcán?
No terminaba de entenderlo. ¿Tendría la cruz blanca
alguna relación con este chisme?
Traté de no distraerme
con estas reflexiones. Ahora lo que importaba era vencer al miedo. Sacar a
la luz -intacta, claro- aquella posible bomba.
Cuando el
cilindro afloraba ya entre 15 y 20 centímetros, detuve la operación. El sudor
empapaba de tal forma mi frente, que las gotas discurrían hacia mis ojos y
caían sobre la ceniza, humedeciendo el hierro.

La bomba, a medio
desenterrar. (Foto: J. J. Benítez.)
La perforación
en torno al objeto se hacía penosa, y, dirigiéndome al «campamento», busqué
con qué seguir la excavación.
No pude encontrar
un solo objeto punzante. Y tuve que sacrificar uno de los rollos de película
para utilizar el chasis como improvisada cuchara.
Y reanudé la
tarea con nuevos bríos.
Era evidente
que el cilindro no se encontraba hueco del todo. El sonido emitido cuando lo
golpeaba suavemente con el chasis era seco y propio de algo relleno. Pero
¿de qué?
Cuando calculé
que el artefacto estaba ya prácticamente desenterrado, lo acaricié con ambas
manos e inicié una serie de levísimos tirones.
Al tercer o
cuarto intento, el proyectil
-porque de eso se trataba, en efecto-, se desprendió y quedó entre mis
manos.
La cabeza no
existía. Y en su lugar -como consecuencia, sin duda, del choque-, quedaba una
masa terrosa, que se desmoronó en cuanto la arañé con los dedos.
Con sumo
cuidado volví a depositar el pesado obús entre las rocas de la pared del volcán,
ocultándolo. Previamente había extraído una porción de aquella masa que
parecía formar parte del contenido de la bomba.
Y
aquella misma
noche encendí otro fuego en el extremo opuesto al semicírculo de piedra.
Cuando las llamas alcanzaron cierta altura, arrojé aquella pasta blanquecina
en mitad de la hoguera. Casi instantáneamente, un fogonazo azulado
multiplicó las dimensiones del fuego. No cabía duda. Había estado jugando
con una bomba...
Un
nuevo escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Pero las sorpresas no habían
concluido en aquella jornada del 15 de junio de 1978.
1. 2.500 pies: aproximadamente
unos 830 metros.